El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde



Posiblemente, el retrato de Dorian Gray sea la única narración de Oscar Wilde. Su objetivo claramente no era más que no tuvo objetivo, solo debió de ser muy hermosa en esa época, y estar bien escrita. El autor pone mucho de sí mismo en la obra, y representa idílicamente el “esteticismo”, la corriente de pensamiento que Wilde no solo seguía, también vivía. Era un gentleman -caballero inglés- elegante, ostentoso; criticado y tachado de sodomita -marica- por el estilo que manejaba y su libro juzgado como inmoral. No cabe duda que, en el retrato de Dorian Gray, Wilde no disimula ni un poco la orientación de los personajes, en especial de Basil Hallward, que en la película llega a besuquearse con el flamante Dorian Gray. Pero lo importante no es la orientación de los personajes, ni el juicio que se le hizo a Oscar Wilde por allá a finales del siglo XIX. El concepto de belleza que trabaja esta obra es lo que más resalta por encima de todas las cosas; el esteticismo en su máximo esplendor literario se encuentra trabajado como un rubí, una piedra preciosa en cada momento de la novela. Dicho movimiento “intelectual” más ligado a la parte idílica de los sentidos, tenía por objeto único y exclusivo la belleza en todo arte; la belleza no era un instrumento para el arte, el arte era instrumento de la belleza, y el arte era la belleza propiamente dicha. Tal como se indica en la obra, y se vuelve a recalcar una y otra vez. El culto a los sentidos necesitaba un empujón hacia la espiritualidad, algo más allá de la “superficialidad” con la que se etiquetó la ideología Oscar-Wildeana, y esto es algo que está muy bien explicado aquí. Dorian Gray pasa a ser el protagonista de una vida encantadora llena de experiencias y pasiones, bajo la influencia de un misterioso libro, y de su amigo Lord Henry. Su retrato, pintado por Basil llega a deslumbrarlo tanto por enseñarle su propia lozanía de juventud, y su iluminado semblante de pureza que podía hacer creer a todos que nunca tal príncipe azul podría llegar a cometer un crimen, y más bien durante buena parte de la obra la culpabilidad y arrepentimiento consume a quienes esparcen rumores inmundos de él. Dorian Gray reza, y desea fervientemente que ese retrato pueda absorber el mal de su alma, todos sus pecados, mientras el permanezca atractivo por un tiempo indefinido, digamos la eternidad. El rezo de Dorian Gray se cumple, y el retrato se altera gravemente cada vez que el joven comete alguna extravagancia, propiamente comete una estupidez. Cuando causa la muerte de su prometida, denigrándola en su amor propio, la sonrisa afable del retrato se transforma en una mueca de crueldad que se puede imaginar un lector de nuestra época; algo así como la sonrisa del “gran hermano” de Orwell. El retrato se convierte en un mal presagio para Dorian Gray, y a medida que sus atrocidades se hacen más diabólicas, se torna en una pesadilla de Dalí la pintura que inicialmente podía considerarse merecedora de aparecer como la joya de la corona, en una exposición importante de arte. Después de que un vago pensamiento de querer volverse bueno entrara por uno de sus oídos y saliera por el otro como pedro por su casa, Dorian Gray asesina por sus propias manos a un hombre, y lo que es peor, por la fuerza convierte a uno de sus amigos en cómplice del crimen. Es ahí cuando el retrato sobrecargado de maldad empieza a chorrear sangre. Cansado de tanto drama en su vida decide que la mejor forma de ponerle es apuñalar su retrato. Gran error, porque ese retrato era el verdadero Dorian Gray, y quizás Dorian Gray era un retrato.

Por Sara Sofía Tovar Haeckermann

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